La gaviota y  el  mar

        

Érase una vez una muy humilde familia:  tres hermanos, el padre y la madre.   Vivían muy  cerca del mar, que les daba de comer porque el padre era pescador. Pronto nacería un nuevo  niño. La madre estaba   encinta   y   se   acercaba    la   fecha    del alumbramiento.

      Nació  una  niña,  preciosa,   de aterciopelada piel.  Creció   fuerte,   sana,   y  pronto  comenzó  a encariñarse   con   todo   lo   que   le   rodeaba.   La cristalina risa de la niña era la alegría de la casa y sus largos cabellos rubios eran como un incensario, derramando naturales aromas cargados de inocencia. Adoraba a sus padres y hermanos y era mimada por todos.  

El campo cercano a su casa se convirtió en cómplice conocedor de sus infantiles fantasías. Desde allí veía las gaviotas que a primeras horas del atardecer acompañaban de regreso a la barca de su padre. Disfrutaba muchísimo con el vuelo vital de aquellas sus amigas aladas. Desviando la mirada hacia lo más inmediato que le rodeaba, veía otro mar de irisada hierba cuajada de flores multicolores. Llena de ilusión, se afanaba en hacer un ramito que todos los días llevaba a su madre, pretendiendo una infantil sorpresa. Volviendo a casa, se extasiaba contemplando el impenetrable bosque oscuro de esbeltos árboles que constituía el telón de su horizonte. Y muy cerca, estaba su mar. Ese mar siempre distinto que le ofrecía infinitos juegos. Jugaba con la visión de las olas rompientes. Si el día era calmo, fantaseaba con un mundo de luz bajo la aquietada superficie del agua. Su mundo era inmenso, pleno. Era una niña feliz.  

Pronto comenzó a descubrir algunos tesoros del mar, acompañando a su padre en sosegados paseos en la modesta embarcación, muy quieta, a popa.  

Con el tiempo, aunque jóvenes, sus hermanos debieron abandonar el hogar para buscar, cada cual por donde pudo, el sustento.  

La niña mujer sufrió infinito al verse privada del afecto de sus adorados hermanos. Pasó mucho tiempo dolida, no comprendiendo por qué lo que los mayores llaman la vida había de maltratarla de aquella injusta forma. Buscaba las respuestas a sus primeras preguntas adultas hablando de cosas sencillas con sus padres. Otras veces pretendía el consuelo en las conversaciones que tenía con su amigo el mar. Pasaba horas caminando por la playa, por la fugaz división entre la arena y el agua. Le hablaba al mar que acabó convirtiéndose en su mejor amigo. Con el mar compartía el susurro de sus palabras y el agua de sus lágrimas.  

La vida llevó a sus padres a procurar para la mujercita el mayor acomodo y formación, que no pudieron dar a sus hijos.

Las nuevas tareas distanciaron a la niña del mar. Ahora apenas lo veía al salir o regresar de la ciudad, a donde iba todas las mañanas a aprender.

Siguió creciendo. Aún tuvo que alejarse más de sus padres. Marchó a la capital a trabajar, para lo que se había preparado con esfuerzo.

Esta nueva ruptura supuso una herida grande, profunda, de la que tardó en reponerse. Mientras, iba estableciéndose, penosamente, en su nuevo entorno.

Consiguió llegar a donde ninguna mujer había llegado en la empresa donde prestaba sus servicios. Sin embargo, una sutil tristeza se había apoderado de ella. Sólo con una voluntad firme podía dejar al lado los sentimientos de afecto quebrados. No se había convertido en un ser frío... era una mujer entristecida.  

La búsqueda de la seguridad, aprendida en su incipiente juventud, la llevó a adquirir una casa de ensueño. La llenó de la alegría que ella misma no tenía. Todos los días compraba flores que distribuía por los jarrones que crecían por toda la casa.

Consideró que debía asegurar sus pertenencias y sobre todo su casa. Más adelante, al llegar a esa edad en que la salud empieza a valorarse, se hizo un seguro de enfermedad, con una extensa cobertura. Después, el de vida. Se había convertido en una dulce mujer entristecida pero muy asegurada.  

Habiendo cubierto de forma sobrada sus expectativas más prosaicas, y pasando el tiempo, un estado depresivo se fue apoderando de ella.

     En la empresa era una persona de referencia, eficaz, responsable. Disponía de lo que pudiera desear. Mas, cuando miraba por los amplios ventanales del salón de su casa, situada en una pequeña loma que dominaba la moderna ciudad, sólo veía edificios extendiéndose a sus pies y algo más allá, difuminado, un campo gris, desnaturalizado.  

                          

Un día, languideciendo, hundida en una butaca de la terraza vio, con sorpresa, cómo una gaviota iba a posarse sobre la barandilla de la atalaya. Fue como si una voz antigua la llamase por su nombre pero no acabara de reconocerla. La gaviota permanecía inmóvil. La mujer, absorta en su contemplación, indagaba en su memoria. En su vida todo estaba acomodado, hasta esa gaviota que acababa de llegar desde un lugar ignoto y ahora estaba posada ante su vista. Todo estaba demasiado quieto. ¿Muerto?  

Cerró los ojos, sintiendo la tristeza que se había convertido en su fiel compañera hacía ya años. Había perdido la sonrisa. Se había perdido ella misma. Estaba perdida.

Se preguntó, llevándose por ese comportamiento impotente del desconcertado, si la gaviota podría alegrarla de alguna manera. ¿Alegrarla? ¿Podría ella sentir alegría? ¿Una gaviota... podría despertar en ella el destello de una sonrisa?  

                              

El indicio de un vértigo se apoderó de su mente. Luego, imaginó mil gaviotas revoloteando junto a ella, vivas, ingeniosas, como las que acompañan a los pescadores hasta el puerto desde que lo vislumbran allá lejos, en el horizonte.

Sonrió. Se dio cuenta de que en su humana soledad había sonreído. Se dio cuenta de que la gaviota acababa de responder a su pregunta.

        Rió, casi hasta enloquecer. Rió, como aquella niña que no necesitaba de motivos para reír, porque era feliz... Rió, porque acababa de reconocer su camino.

  

        A la mañana siguiente se despedía de aquella ciudad con la que había compartido intensos sentimientos apenados. Se desprendió de lo que le sobraba, se sintió ligera e inició el regreso a casa. Abandonó toda aquella aprendida seguridad y marchó en busca de la niña a la que abandonó hacía ya años. Una sombra le arrebató por un momento el sol. Miró al cielo. Era una gaviota volando hacia el mar.

  J.D.C.R.