Vio
su imagen deshacerse en el fondo del río
cristalino y una sensación
de vértigo se apoderó de su cuerpo. Tuvo
que asirse a la baranda
mohosa para evitar caer sobre el metal corroído por la
humedad y el salitre.
-¡Carina!
Oyó que la llamaban de la
otra orilla, donde las aguas se confunden en un reguero de piedras y matojos desgreñados. Era
su madre -Tomasita Escalante;
que venía por el camino, con un bulto de ropa entre las
manos y un latón de agua haciéndole equilibrio en la
cabeza
Carina
fijó la mirada en el camino y sólo alcanzó a ver las
líneas de su cuerpo en trazos quebrados por el sol.
-¡¿Cuántas veces voy a
tener que repetirte lo mismo?!
La mujer avanzaba sin dejar
caer ni una gota del agua que cargaba sobre la cabeza.
Jadeaba de cansancio.
-¡Bájate de ese
contrallao puente, muchacha de Dios, que te vas a romper
una pata un día de estos...!
Ella bajó asustada. Pero
no corrió como solía hacerlo en ocasiones anteriores,
más bien caminó sin prisa, con desgano, al encuentro
de la madre. Le quitó el lío de ropa que llevaba en
las manos y le siguió los pasos, absorviendo cada una
de sus imprecaciones sin decir nada. Sin ni siquiera
levantar la cabeza.
El sol comenzó a declinar
por el horizonte y un manto de negrura se tendió sobre
Los Poleos. Todo empezó a ennegrecerse, perdiendo el
brillo que horas antes tuvo, y los ruidos de la noche
invadieron el cielo sin estrellas que nacía al otro
lado del cementerio para perderse en lo profundo del cañaveral.
Sentada en el taburete de guayacán que tenían en
un recodo de la angosta habitación que hacía las veces
de sala, vio su cuerpo reflejado en el piso de madera
vieja. Parecía hinchado por las sombras que la luz
macilenta del quinqué dibujaba en las tablas del piso y
las paredes. Lo miró con asombro, escrutándolo desde
la
distancia, y por primera vez sintió un deseo
irresistible de vomitar, como cuando le hicieron tomar
aquel purgante que sabía a diablo, porque tenía la
barriga toda llena de lombrices.
Viró el rostro para no seguir viendo aquella cosa
que la angustiaba tanto y clavó la vista en los charcos
de luz que flotaban sobre el río. Oyó el diálogo de
las aves allá en lo alto del palomar y el chapoteo de
los peces que jugaban libres en las aguas dulces y
mansas de la charca y del río. Entonces la noche se llenó
de voces que fueron ahogando los gritos de angustia y
confusión que le habían abierto un manantial en la
mirada;
-Ya estás hecha toda una
señorita, Carina. Mira para allá esas caderas,
muchacha, le comentó la madre aquella mañana cuando
ella
jugaba con Trapito, a la sombra del húcar
centenario.
Ella también lo había notado...
Bañándose en la poza un día, le costó mucho
esfuerzo subirse a la piedra, desde donde acostumbraba
lanzarse a las aguas para buscar su fondo. Sintió el
peso del cuerpo empujándola hacia la torrente y un
cansancio majadero le fue quitando el aliento. Las nubes
se le
metieron a los ojos para inundarle de bruma la
mirada y cayó sobre las hierba humedecida que le sirvió
de lecho.
Trapito la vio tendida en el suelo, bajo el sol
abrasivo de aquel día
de verano, y lamió sus párpados derrumbados...
Oyó el bocinazo lejano de
un vehículo que pasaba por la carretera frente al
cementerio y recordó la última vez que se había
quedado en
la ciudad con el padre. Las noches allá eran
escandalosas. Eran noches de garata en las calles e
insomnio.
Los coquíes no cantan en el pueblo, ni las aves se
acurrucan en la copa de los árboles, al caer el sereno,
para comentar los aconteceres del día. Allí el cielo tiene otras tonalidades,
otros matices, y la brisa trae aromas distintos. El
aliento de las máquinas contamina el aire y lleva
impurezas al agua, dejándole a uno un extraño sabor a
metal descompuesto en el paladar y una sed insaciable
que nada la apacigua.
En la ciudad sentía un miedo terrible cuando la
luna se trepaba al horizonte para alumbrarlo todo con su
plenitud de sombras a media luz. Era entonces cuando veía al padre llegar de la
calle con un olor desagradable en la boca que lo
abarrotaba todo. Le asustaban sus ojos y sus dedos que siempre buscaban su cuerpo.
Volvió otra vez a sentir aquel cansancio
apabullante subiéndole por las piernas para entumecerle
las extremidades y de nuevo los ojos se le poblaron de
nubes. Pero logró disiparlas, llevándose las manos a la cara para atraparlas todas entre los dedos.
Sintió un sudor frío bajarle por los pechos
adoloridos...
Allá afuera la noche se metió en el río para
dibujarle abanicos de luz en las entrañas...
A la mañana siguiente Carina volvió al puente para
ver su imagen de nuevo deshacerse en el fondo del río. Inclinó el
cuerpo sobre la
baranda, que al recibir su peso emitió un sonido
quejumbroso, y vio la otra cara reflejada en las aguas. Se vio
diferente. Sus ojos tenían otro brillo, una mirada turbia...
La madre se había ido temprano al pueblo para hacer
las gestiones del día. Ella la vio alejarse por el camino ancho hasta
perderla allá, donde el camino se hacía cada vez más angosto.
-Ya sabes, no te subas al puente que te puedes
caer..., le había dicho antes de partir. Pero ella no le hizo caso.
Cuando el sol se elevaba majestuoso sobre el cielo
limpio de aquel día claro, la figura de Tomasita Escalante se dibujó
en la lejanía,
arrastrando un cansancio terrible que le pesaba en
las piernas y las manos;
-¡Carina!, le gritó desde el camino.
Carina volvió la vista y vio a la madre
transfigurada. Derrotada...
-¿Tú no entiendes lo que se te dice, muchacha del
demonio? -le dijo, tratando de recobrar el aliento- Esto no puede
continuar así. Mañana
mismo te vas con tu padre. Ya es tiempo de que él
comparta esta responsabilidad también...
Aquello le despertó un temor inusitado. Todo pareció
derrumbarse a su alrededor. Volver a sentir el pecado hundiéndose en
sus entrañas, con fuerza. Sentir aquel dolor punzante y ver crecer su
vientre hasta estallar en un vómito inmundo con cuerpo de niño…
Y no volver a
su río... Su río. Aquel amigo silencioso que se bebía
sus lágrimas y callaba su secreto...
Pero no volvería a la ciudad.
Esa noche, cuando su madre se había retirado a
descansar de los trajines del día, ella volvió al puente para verse
de nuevo en las aguas somnolientas de su río limpio, claro,
transparente, como la inocencia perdida aquella noche en la ciudad.
Estaba desnuda...
Su cuerpo, reflejado sobre las aguas trémulas del río,
dábanle una apariencia grotesca de dimensión avasallante.
Era ella. Aquel rostro melancólico proyectaba en la
mirada las cicatrices de su angustia y su dolor. Se tocó el
vientre y algo allí dentro dio muestras de vida. Lo apretó con
violencia para ahogar aquel palpitar prohibido, pero era inútil. Aquello
aún luchaba en sus entrañas con fuerza, con voluntad de vivir...
Su madre aún dormía, sosegada en la certeza de que
el nuevo amanecer le traería un renovado aliento de vida, mientras
allá, en el viejo
puente de metal carcomido por la humedad y el
salitre, Trapito observaba cómo las aguas se llevaban a aquel bulto
lejos, muy lejos.
Cada vez más lejos...
Josué Santiago de la Cruz
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